Un verano monstruoso
Mary lo pasó mal aquel verano.
Su idea era pasar un verano tranquilo a orillas del lago suizo, en aquella casa que su prometido había alquilado, cerca de donde se alojaba el mejor amigo de éste.
Sus planes pasaban por salir en barca hasta el centro del inmenso lago y disfrutar de la espectacular vista de las montañas con nieve perpetua. Le apetecía pasear por el bosque en la orilla del brazo de su amado, sumergirse en aquel clima templado en el corazón de Europa, muy lejos de los grandes cambios que estaba sufriendo su Inglaterra natal. Cambios que se daban en cualquier aspecto, tecnológicos con la aparición de máquinas increiblemente pensadas, demográficos con un aumento de la población, o sociales con reivindicaciones por los derechos de los trabajadores y un sinfín de temas más, imposibles siquiera de entender para alguien culta como Mary.
Además, Mary venía de pasarlo mal. Nunca conoció a su madre, y eso siempre fue un trauma. Le hubiera gustado oir de boca de su madre, sobre todo, esas luchas por la igualdad de géneros que tenía con todo el que considerara a la mujer inferior al hombre; pero nunca pudo hacerlo, murió por complicaciones en el parto de Mary. Dar vida, y morir en el mismo momento, trágico para cualquier alma humana.
Por su parte, su padre le educó de forma peculiar, tanto a Mary como a su hermana mayor. Lo hizo descuidando cosas básicas pero a la vez dejando que accediera a la gran sala del tesoro que era su biblioteca particular, donde Mary pudo autoformarse.
Mary tuvo que soportar como por torpeza su padre echaba piedras sobre la reputación de su madre. Tampoco hizo muchas migas con la nueva relación sentimental de su padre, ni con los medios hermanos que venían con ella.
Para rematar, como sucede en tantas historias familiares, el padre no aprobaba la relación de Mary con su prometido, y algún motivo tenía para ello, como era el filtreo continuo con la hermanastra de Mary o un hijo con otra mujer al mismo tiempo que se prometía con Mary.
Y encima la climatología no acompañaba. Llovía sin cesar, día y noche. Daba igual que fuera verano, el tiempo no respetaba nada. Se pasó días enteros encerrada en casa, bien en la suya o bien en la de su amigo George junto a su prometido y a otro amigo común. No eran malos momentos los que pasaba, pues la compañía era excelente, gente letrada con gran pasión por las letras, por contar historias; pero ni mucho menos era lo que había imaginado para aquel verano.
Quizá lo que más le molestaba es esa inferioridad que le hacían sentir sus contertulios, tratándola como una adolescente. De hecho lo era, tenía sólo 19 años, pero le molestaba ese trato. Se creían superiores por el don que tenían manejando las palabras, plasmando aquel recargado vocabulario en poemas y relatos que serían reconocidos en todo el mundo conocido.
En sus adentros se propuso estar a la altura, los miraría a los ojos y los desafiaría. No sabía cómo lo conseguiría pero su decisión era firme.
Se sentó cerca de la ventana, seguía lloviendo, no podía concentrarse.
Se alejó de la ventana y se pegó al fuego. El crepitar tampoco le dejaba concentrarse.
Fue a la cocina y mientras preparaba la cena entre fogones, pensaba. Pero tampoco, no podía.
Lo dio por imposible, después de cenar, se excusó y se retiró a la habitación de invitados. Posiblemente el esfuerzo mental había sido lo suficientemente intenso para que se sintiera agotada físicamente, se entregó a los brazos de Morfeo.
A la mañana siguiente, se levantó pálida. Una terrorífica pesadilla había pasado por su cabeza. Jamás lo había pasado tan mal por la noche, pero estaba contenta. Ahora sí, ahora estaba convencida que lo que le había dado miedo a ella, le daría miedo a todo el mundo, había encontrado al gran monstruo que buscaba y que le serviría para desafiar a quien quisiera.
La pequeña adolescente escribiría una obra maestra de un género literario nuevo, inexistente hasta aquella noche.